Noviembre 2 Lectura: Salmo 102: 1-28
La cruz de Cristo
Meditemos en nuestro Salvador. De él hemos de decir que todos
escondimos el rostro (v. 2; Isaías 53:3) y que
su voz no halló respuesta (v. 2; Mateo 27:46).
A los treinta años el Señor comenzó su ministerio, y a los treinta y
tres, los hombres le mataron; con razón sus días fueron como humo, como sombra,
como hierba (vs. 3, 11).
El Señor en la cruz sufrió lo indescriptible: En lo físico, sus huesos
los sentía quemados y pegados a su carne (vs. 3, 5), seguramente los estragos que
causaban la muerte por crucifixión, en la postura que tenían y la violencia con
que eran crucificados, les hacía tener esta sensación. Moralmente su corazón
estaba herido y seco (v. 4). Sin embargo, estamos seguros que estuvo siempre inflamado de amor por su
criatura.
Como el pelícano, como el búho y como el pájaro solitario. Nótese lo
que caracteriza a estas tres aves: la soledad. El Señor, en Getsemaní y en el
Gólgota, estuvo solo como en un desierto, en inmensa soledad y así solitario,
sufrió la muerte de cruz (vs. 6, 7).
Los soldados romanos, los principales, el pueblo, pero también usted y
yo, afrentamos al Señor, nos enfurecimos contra él (¿cuántas veces lo ha hecho
cuando le hablan de su bendita persona?), conjuramos, de tal manera que la
satisfacción de sus necesidades básicas fue con lágrimas (vs. 8-11). Medite
usted en el resto de la porción; encontrará que el Señor vive (vs. 12- 14); evangelismo
(vs. 15-22); eternidad y esperanza
(vs. 25-28). Demos gracias.
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